Esa montaña de 21 curvas: la historia de Alpe d’Huez

El Alpe d’Huez, una cima mítica ganada para la historia del ciclismo. Pero la culpa fue de Georges Rajon. Sí, toda la culpa fue de Georges Rajon. Él pensó aquella idea absurda. El fabricó grandeza donde antes solo había brañas y cachitos de roca
Alpe dhuez
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Autor Maillot Marcos Pereda
Autor de la fotoGetty Images

Fecha de la noticia 22/03/2020


La culpa fue de Georges Rajon. Ya vivía allí en 1950, cuando abrió su hostal Christina, en honor a su hija. No era el primero. Ese lugar, la pequeña estación de esquí que se alza unos kilómetros más arriba de Huez, estaba creciendo desde 1935. Entonces inauguraron el Grand Hôtel, sesenta habitaciones del lujo más absoluto. Al menos en estas latitudes, vaya.

Después vinieron otros. Trois Dauphins, Edelweiss, más tarde el conocido Ménandière, luego el establecimiento de Rajon. Podías acudir a ese sitio, a ese antiguo desierto helado entre Allemond y Le Bourg d´Oisans, y disfrutar de la mejor gastronomía de París, de fiestas hasta el amanecer. También, claro, toda la tranquilidad que regalan los Alpes.

Por ahí se dejaban caer personajes como Charles Aznavour, Elizabeth Taylor, Jean Monnet, incluso Albert Lebrun, último presidente de Francia antes de que los nazis decidieran invadir el Hexágono. Un lugar chic. Encantador. Casi desconocido, además, remanso donde disfrutar sin ser visto. Ustedes me entienden.

Llegar no era sencillo, no. Hasta 1881 la carretera que comunicaba Le Bourg d´Oisans y Huez fue camino de mulas. De allí a la cima… camberas, piedras y barrancos. No fue hasta los años treinta que se mejoraron las condiciones. Cuatro metros de anchura en la travesía hasta el último pueblo. Dos y medio si el curioso quería encaramarse donde crece la diminuta estación de esquí.

Los ciclistas que repten como perros por esas pendientes asesinas (tanto más porque, de tan cuidado, hoy el camino parece menos agresivo de lo que realmente es) deben agradecérselo a Joseph Paganon, un masón nacido en Isère que aprovechó su estancia como Ministro de Obras Públicas en Francia para arreglar los senderos de la zona. Y especialmente aquel. “Amo este lugar”, dijo. Era 1933. Catorce pequeños empresarios del valle (los futuros magnates del resort) ayudaron con la obra. Cada uno, cuentan, contribuyó con su propio kilómetro. Para 1935 ya tenían una moderna “autopista” de montaña. Poco después llegaron los primeros remontes…

Después vino Rajon. Y Rajon tenía ideas.

¿Por qué no traemos aquí el Tour? Rajon no era el alcalde de Alpe d´Huez, pero todos apreciaban su entusiasmo. Ganas de hacer cosas, dinamismo. Voz respetada. Jean Barbaglia, un artista que vivía en Bourg D´Oisans y era amante de la bicicleta, es el primero en abrazar con fuerza su quimera. Habló con un amigo, Èlie Wermelinger, que a su vez le trasladó el susurro a otro conocido. Jacques Goddet, nada menos. Wermelinger era, además, Comisionado General del Tour de Francia. Año 1951. O, dicho de otra forma, persona encargada de recorrer las rutas francesas para comprobar por dónde podía girar ese chauvinismo andante que es el Tour.

Así que allí estaba, un día a finales de 1951. El pequeño Panhard Dyna rumoreando por Bourg d´Oisans. Casi 750 caballos de vapor ronroneando bajo su capó de icono Nouvelle Vague. Wermelinger conduce, luego detiene el auto, baja a ponerle las cadenas justo en la plaza del pueblo. Las primeras nieves del invierno. Giro a la derecha y empieza la ascensión. Algo más de doce kilómetros. Élie avanza despacio. El paisaje, las curvas, los peligros. Sí, podría funcionar. Sería, de hecho, soberbio.

Todo había comenzado. La primera etapa con final en alto que la Grande Boucle viviera iba a terminar en Alpe d´Huez. Fue en 1952.

Una leyenda comienza

Onerosa. Bueno, no según nuestros criterios actuales, seguramente. El Tour de Francia pedía a August Chalvin (verdadero alcalde de Alpe d´Huez) dos millones de francos por hacer llegar su carrera hasta allí. Al cambio serían unos 3.500 euros hoy. Magro precio por la distinción, ¿verdad? Con todo, nuestro alcalde es precavido, y decide recolectar algunos fondos entre los comerciantes locales. Sí, sí, igual que cuando la construcción de la carretera.

Nuevamente la tarea recayó en el omnipresente Rajon. Ese bar, aquel hotel, la boulangerie, este granjero tan próspero. “Ahora os toca pagar, pero os será revertido, con intereses”. No se equivocaba. Al final el ayuntamiento no puso ni un solo franco, y recibió la mejor campaña de publicidad que pueblo alguno pueda soñar. Añadan a esto que fue el primer año en que la televisión grabó todas las etapas del Tour, multiplicando su atención mediática. Negocio redondo.

La cosa sucede el 4 de julio de 1952. El día antes la etapa había llevado a los corredores desde Mulhouse hasta Lausanne, en Suiza. Se impuso Walter Diggelmann, el más rápido de los ocho que llegaron escapados. Uno de ellos, Andréa Carrea, se vistió de amarillo, sucediendo a su compatriota Fiorenzo Magni. Los transalpinos tenían a los cuatro primeros de la general, cinco entre los seis. Dominio inusitado.

Curiosa la historia de este Carrea. Enorme, manos inmensas de albañil adolescente. Antiguo partisano, internado en Buchenwald, liberado en abril de 1945 por los soviéticos. Tan cerca de Weimar, tan lejos de Weimar. Allí estaban también personajes como Daladier, Léon Blum, Jorge Semprún, Imre Kertész. ¿Y cómo, Andréa, volviste a Italia? Pues de una forma y otra. En bicicleta, sobre todo. Y callaba. Verías muchas cosas en aquel continente destrozado, ¿no? Y silencio.

Este hombre, este tipo de hierro, se encontró con el maillot amarillo aquella tarde de 1952. Solo para recibirlo entre lágrimas. No de alegría, no. Vergüenza. Culpabilidad. No soy digno de esto, Fausto, la maglia gialla debe ser tuya, solo tú puedes portarla. Fausto, Fausto Coppi sonríe, abraza a su equipier (uno de los más leales, de los que acompañan al campionissimo allá donde él acuda), ya está, ya está, te lo mereces, Andréa. Entre mocos e hipidos.

Al día siguiente, antes de comenzar la etapa, Carrea se arrodilla delante del piamontés y limpia sus zapatos de ciclista (negros, suela rígida, pequeños agujeros a los lados, cuero del más resistente) con el maillot amarillo del Tour de Francia. Es una imagen icónica, algo sacrílega. No importa, para todos los que le conocieron Fausto Coppi estaba por encima de cualquier prueba, por encima de cualquier mito.

Será un cuatro de julio, decíamos. Viernes. En total 266 kilómetros, de Lausanne a Alpe d´Huez. 252 llanos, los últimos catorce en subida. Jamás había terminado el Tour de Francia en una cima montañosa. Repetirá otras dos veces esa misma edición, en Sestriere y el Puy-de-Dôme. Pero tardarán en volver. Veremos.

El ascenso fue memorable. Aun en las calles de Bourg d´Oisans Jean Robic ataca con todas sus fuerzas. Este Robic había ganado el Tour de Francia de 1947 en la última etapa (perdiendo un montón de pasta en sobornos, por cierto) y era tan contrahecho en el pedaleo como elegante Coppi. Pequeñajo, moviendo demasiado los hombros, rictus de estar muriéndose poco a poco. Bretón que juraba en su brezhoneg de sal y escajo cuando sufría en carrera. Fue quien primero afrontó esa recta inhumana donde la carretera parece mirar al cielo.

Solo que por detrás estaba él. Él. Se llama Fausto Coppi y es la criatura más perfecta que jamás haya montado sobre una bicicleta. Lo que en Robic es testarudez en Fausto es harmonia. Belleza, sí. Tres kilómetros más arriba acelera su ritmo. No le hace falta alzarse sobre el sillín, solo mover más rápido esas piernas zancudas que parecen incapaces de sostener un campeón tan grande. Pronto se queda solo. Pronto, también, caza al enjuto Robic, que achina aún más los ojos. Las fotografías muestran el contraste, casi a capricho de quien deba contar la historia.

Finalmente, y cuando faltan seis kilómetros para terminar el infierno, Fausto Coppi se va solo. Ha sentido que la velocidad de Jean Robic bajaba. Solo un poco. Casi imperceptible. Decisivo. Resulta incontenible, nada más queda admirarlo. “Dejé de escuchar su respiración detrás de mí y supe que ya no estaba”. Entrará en meta ganador, un minuto y veinte segundos antes que Robic. El tercero se va por encima de los tres, el décimo más allá de cuatro. Jean Delahay, vigésimo tercero y último entre los que empezaron juntos el ascenso, pierde media hora en solo catorce kilómetros…

El italiano también se viste con el maillot amarillo. Suma cinco segundos menos que Carrea. Algunos, traviesos, dicen que si Andréa frenó su marcha en los últimos metros para permitir el cambio de líder. En la época era imposible calcular tan milimétricamente estas cosas, pero… qué quieren, la leyenda tiene más fuerza que todas las historias juntas. A Coppi le entrega el maillot Jean Masson (otro masón, ya ven), Secretario de Estado francés en la rama deportiva, que ha acudido a ver lo que todos intuían iba a ser el acontecimiento del año.

Fausto Coppi ha subido Alpe d´Huez en 45 minutos y 22 segundos. “Conocía la carretera porque Bernard Gauthier, el francés, me la había descrito un poco. Por eso no me sorprendió su dureza, ni las muchas curvas. Él me recomendó una multiplicación pequeña para poder subir con cierta cadencia. Acertó”. El récord actual está en manos de Marco Pantani, que empleó 37 minutos y 35 segundos en 1997. Comparen todo lo comparable y verán la magnitud del hecho.

Nuestro querido Rajon tendrá su pequeña contribución también en esta etapa. Cómo podría no tenerla, ¿verdad? Él será el juez de meta, encargado de anotar los dorsales de cada ciclista que vaya franqueando aquella pequeña línea blanca que marca el final del dolor. Nada menos.

Pero, aunque la subida fue fabulosa, el sabor que dejó en la caravana no resultó del todo agradable. Los ciclistas acumularon un retraso de más de 40 minutos sobre el horario previsto hasta Bourg d´Oisans, y al día siguiente no fueron pocos quienes dijeron que ese invento, el de poner meta en lo alto de un puerto, no funcionaba. Hace que los escaladores tengan una actitud más contemplativa, porque reservan sus ataques lo máximo posible. Los 332 periodistas que siguen la carrera expresan sus dudas. Ya ven, 1952 y así andábamos.

No importa. Alpe d´Huez. Era otra cosa. La modernidad, si quieren llamarlo así. El Galibier es inmenso, sí, pero también un lugar desolado, uno en el que solo pueden anhelar vivir los espíritus burlones del Sturm und Grand. Peor aún es el Izoard, azotado por los vientos, con esas manos de gigantes saliendo de la tierra en la Casse Desserte, dispuestas a robarte el alma. O el furioso Tourmalet, sus historias de osos, de pastores perdidos, de vidas tomadas. No, el Alpe d´Huez era distinto. Hermoso, pero aprehensible. Confortable. Nada en sus contornos evoca siluetas amenazadoras de contrabandistas armados, sino la dulce despreocupación de una copa mezclada con cinco partes de ginebra y una de vermut. Charlas y lecturas mientras el sol acaricia tu rostro. Noches sin final. Un nuevo tiempo, una nueva imagen.

Tardará el Tour en volver a ese lugar. Más que nada porque durante años las llegadas en alto estarán poco menos que proscritas en la Grande Boucle. Cronoescaladas, las más de las veces. Es para favorecer el espectáculo, dicen los organizadores. Es para favorecer a Anquetil, contesta, lenguaraz, Federico Martín Bahamontes. El caso es que hasta los setenta no se convierte en habitual lo de terminar arriba de un puerto. Y volverá nuestro protagonista…

Octubre de 1975. Noche cerrada, hace frio afuera. Georges Rajon está viendo la tele cuando suena el teléfono. Al otro lado lo saluda Roger-Louis Lachat. Amigo íntimo, también periodista. Hola Georges, qué tal todo, cómo van los tuyos, se sigue viviendo bien allá arriba, ¿no? Esas cosas. Y después la frase. Georges, estoy en La Poularde, ese restaurante de Grenoble que tanto te gusta. Cenando, sí, no adivinarías con quien. Félix, Félix Lévitan. Sí, el organizador del Tour. Y me acaba de preguntar por una estación de esquí cercana que quisiera albergar una etapa el año que viene. Rajon, artero, entiende. ¿Cuánto nos costaría? La leyenda vuelve.

Ah, aún queda otra aportación de Rajon a la pequeña historia de esta gran montaña. En 1964 está de vacaciones. Yugoslavia, cazando rebecos. Asciende en coche el Monte Vrsic. Una subida mareante, de las de poner pelos en punta. Curva y curva, paella tras paella, hasta sumar cincuenta y tres. Pero Georges se fija en algo. Están numeradas. En sentido descendente. La primera tras el valle tiene un cartel donde pone “53”, la última, casi en la cima, enseña orgullosa el “1”.

¿Y si hiciésemos lo mismo en el Alpe d´Huez? Allí tenemos 21 herraduras. Podría funcionar…

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