Yorkshire Confidential

Yorkshire 2019, el Mundial de Ciclismo desde dentro

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Autor Maillot Marcos Pereda
Autor de la fotoSWPix.com

Fecha de la noticia 28/10/2019


El Mundial es algo diferente, siempre. Para los ciclistas, para los aficionados… por los aficionados. En Yorkshire hubo que hubo música, y jarras, y gritos en idiomas incomprensibles, y bares llenos, y gente y ciclistas mojándose…

Yorkshire 2019, el Mundial de Ciclismo desde dentro

El cielo es gris. Por completo. Una sensación extraña, casi irreal, como si el firmamento hubiese bajado hasta poder tocarlo con la punta de los dedos. Niebla que mira y no deja mirar. Cortina de lluvia constante, inmensa. La pared que pasas varias veces al día. Y, al fondo, ellos… los ciclistas.

Los ciclistas

Los ciclistas que parecen Santa Compaña con sus ropajes negros, con sus caras de cera. Los ciclistas… regueritos de agua cayendo por la nariz, por la barbilla; muslos brillando, perneras y guantes, las gafas que se llenan de agua y desdibujan el mundo, lo convierten en caleidoscopio, lo pintan con acuarelas.

Hace frío en Harrogate. Hay gritos, hay aplausos, cada vez más. Llegan. “¿Quién viene, quién viene?”. Palabras en veinte idiomas cuentan su versión propia de los mismos hechos. Quién viene, quién viene. Asoman al fondo, apenas se les distingue. Un puñado, primero, luego muchos más. Arcos de ducha que siguen al pelotón como sombras mal dibujadas. Estruendo, olores. Tensión, desconcierto, espera. ¿Quién viene, quién viene? Bienvenidos al Mundial de Yorkshire.

Yorkshire 2019, el Mundial de Ciclismo desde dentro

El Mundial es una prueba extraña. Permite que un corredor, uno solo, lleve un maillot concreto durante doce meses. Precioso. Blanco, con los colores del arco iris en el pecho. Campeón del mundo, nada menos, díganme si el título no merece la pena. Por eso allí se suelen citar una mezcla de vueltómanos, esprínters y especialistas en clásicas que buscan poner broche de oro a toda una temporada. Es punto culminante. Es anhelo compartido.

Esta vez el Campeonato del Mundo se iba a disputar en Yorkshire, un Condado al norte de Inglaterra que es el feudo clásico de la Casa de York y, por lo tanto, bando perdedor en la Guerra de las Dos Rosas. Que vaya tontería lo de traer aquí batallitas de la Edad Media, pero les aseguro que allí siguen muy presentes. A los de Lancashire no los pueden ni ver, créanme, por Lancaster y tal.

Bueno, a lo que íbamos. Que el Mundial iba a ser por Yorkshire, final en Harrogate, bonita ciudad balneario con aire victoriano y aspecto de ser muy, muy tranquila. Menos esta semana, claro, que quedó transformada por completo. Mucho más color, añado. Veremos.

El favorito unánime era Mathieu van der Poel, lo que puede llamar la atención, porque apenas había competido treinta días sobre una bicicleta de carretera en todo el año. Y los anteriores aun menos, vaya. Lo que pasa…lo que pasa es que es un tipo especial, alguien con aura, con carisma, con esa mezcla de fuerza y despreocupación que tanto se echa de menos en el ciclismo hoy. Y luego estaba lo otro. Sus exhibiciones primaverales. El dominio en las carreras previas. El recorrido que se le adaptaba a la perfección. Sí, podía salir mal, porque nadie es infalible, pero… Por detrás quedaban los Sagan, Gilbert, Alaphilippe, van Avermaet, incluso Roglič o Trentin. Todos pensaban que la prueba iría al ritmo (loco, osado) que marcase Holanda.

¿Saben esas carreteras que hay en su pueblo? Sí, hombre, esas que no tienen cunetas, por las que apenas entran dos coches (o un automóvil y un tractor), las que están invadidas por brezo y helechos buena parte del año. Esas. Pues así son las vías de comunicación en Yorkshire. No es una crítica, ¿eh?, sino una constatación sobre el terreno.

Yorkshire 2019, el Mundial de Ciclismo desde dentro

Todo eso tuvo consecuencias. Las primeras son evidentes. Cuando el camino es más estrecho la tensión entre los ciclistas es mayor, generando un desgaste más grande. Frenazos, enganchones, acelerar después de cada uno de los mil y un cruces que se deben afrontar. Todo. Pero es que además el terreno era muy taimado. Sobre todo en la parte norte, la que introducía al pelotón por los páramos de Yorkshire, esa zona donde cabalga (camisa abierta, cabello ondulante, un pequeño pony al galope, porque la historia es así de puñetera) el recuerdo de Heathcliff. Subidas y bajadas. Algunas con mucha pendiente. Curva, contracurva, cambio de rasante. No busquen aquí rectas ni llanos, porque no los hay.

La otra secuela fue el mal estado del recorrido. Porque las carreteras son antiguas, el terreno no drena adecuadamente. Y además llovió, llovió mucho. Lo llevaba haciendo todo el verano, según me contaron los viejos del lugar (y allí eso significa que son muy, muy viejos). Se podía apreciar, a simple vista, en el paisaje de los Moors. Verde, verde brillante. No parecía septiembre. Así que varios tramos del recorrido estaban literalmente inundados. Pero algo de impresionar, ¿eh?, mucho más de lo que se ve en la tele. Recortes y menos kilómetros al final. La carrera fue lo suficientemente dura, pero se echa en falta algo más de previsión…

En Yorkshire se habla inglés. Pero un inglés particular. Acento cerrado, palabras que se encabalgan con las otras. Y términos propios, muchos. Iván García Cortina acudía a Harrogate con esperanzas. Había rodado muy bien en carreras previas y tenía una morfología que podía adaptarse a lo que demandaba el circuito. Era su primer Mundial, pero había no pocas miradas puestas sobre él.

Solo que el día de autos Cortina fue victima de skitters. Es dialecto de Yorkshire, no se me asusten. Por darle un toque cosmopolita al asunto. Y, además, no me negarán que suena mucho mejor que “diarrea”. Dónde va a parar.

Lo cierto es que España acudía con el campeón vigente hasta el Reino Unido y, sin embargo, las sensaciones eran pesimistas. Valverde se había mostrado muy bien en la Vuelta, pero también la concluyó cansado, muy cansado. Y tenía la edad. Y un recorrido que parecía dibujado por su peor enemigo. Y encima dicen que va a haber frío, y lluvia, con la pereza que me da, con lo bueno que hace en Murcia. Finalmente se bajó cuando aun quedaban 80 kilómetros hasta la meta. “Estoy congelado”, dijo.

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Fue la crónica de un fracaso anunciado… pero fracaso, al fin y a la postre. España nunca estuvo en carrera (lo de Izagirre es más actuación individual que otra cosa) y pareció ausente en cada momento. Siempre que había que mover piezas, los españoles lo hacían de manera errada o, todavía peor, se daban mus. Algo extensible al conjunto de la semana. La expedición hispana no mostró demasiado en los páramos de Yorkshire. Actuación para el olvido (o para el recuerdo de cara a hacer autocrítica, vaya).

Llego a Harrogate la noche del viernes. Bueno, son las seis de la tarde, pero ustedes me entienden. Todo está perfectamente dispuesto. Las vallas, la publicidad, el centro de acreditaciones, los carteles de “Ride and smile”. Todo. Pero no veo a nadie, ningún aficionado. ¿Me habré equivocado? Vagabundeo un poco, curioseando aquí y allá. Y entonces, al doblar una esquina, aparecen. Son solo tres, pero qué tres. Vestidos con un maillot retro (lana, amarrado hasta el cuello, manchas de sudor en las axilas) de la selección belga. En la cabeza llevan gorros con cuernos (no me pregunten, no sé explicarlo). Mano derecha con una birra, mano izquierda al aire. Porque cuando se grita, cuando se entonan canciones a berridos indecentes, hay que acompañarlas con el brazo. Esto es así, no hay otras opciones. Y ellos se dejaban las gargantas, pueden creerme. Ya está, no me había equivocado… los aficionados.

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Los aficionados

Harrogate es una ciudad tranquila. Villa termal. Eso significa… bueno, ya saben, viejecitos que se mueven lentamente y van por la mañana a darse baños buenísimos para la piel mientras las tarde las pasan tomando un té en su establecimiento de confianza. “¿Sabías, John, que nuestro amigo Peter murió hace tres meses? Oh, my God, no somos nada”. O algo así, vaya. Todo silencioso. Detenido en el tiempo. Como si temieran romper una vajilla de porcelana.

Harrogate es, durante el Mundial, algo completamente distinto. Porque hay miles de tipos buscando fiesta, pubs, discotecas al aire libre, lo que sea. Vestidos con colores, banderas, algunos con el rostro pintado. Ebrios, muchos, sobre todo a partir de cierta hora. Los bares estaban adornados con imaginería ciclista, y podías ver a jóvenes como auténticos toneles (en todos los sentidos) haciendo rodillo para medir los watios que eran capaces de generar mientras se encalomaban la enésima pinta. Así fue, lo puedo atestiguar. ¡Qué divertido, coño!

(Cuentan que en Harrogate se acabaron los monóculos de tantos que cayeron al suelo tras ver sus habitantes, escandalizados, a esos locos continentales divirtiéndose como bestias inmundas).

El problema del recorrido es que iba a ser uno y luego fue otro. Que tampoco es mucho cambio, porque la meteorología hizo lo suyo y el Mundial acabó convirtiéndose en una de las carreras más duras de los últimos tiempos, un auténtico ejercicio de supervivencia. Así que nadie echó en falta, a posteriori, los kilómetros y puertos suprimidos por inundaciones al norte de Harrogate.

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Pero vamos, que muy serio no es, convendrán conmigo, ¿no? Que no hablamos de Atacama, aquí se podría haber previsto el tema de las precipitaciones, digo yo. La sensación que dio la UCI durante toda la semana fue de un caos poco organizado, de ir improvisando sobre la marcha. Cambios de hora, de recorrido, las imágenes de la contrarreloj masculina junior…Todo nos hablaba de una cierta sensación de desconcierto. Ya les digo que el desempeño deportivo fue, sin duda, espectacular, pero no debe opacar lo otro. En este sentido el Mundial fue muy pobre, y uno no sabe muy bien quién habrá sido el causante último…

¿Saben algo que me llamó mucho la atención? Los cicloturistas. Que oye, en un Mundial de bicis pues igual tampoco debería volverme loco con ello, pero… Uno, que es observador. Había muchos…muchísimos. Más de los que pensaba, sin duda. Prejuicios, ya saben. Mayor número, quizá, de los que hubiese visto en otros sitios con, se supone, tradición arraigada en esto del ciclismo.

Y luego estaba lo otro. El aspecto. La imagen. Los maillots, todos con su toque retro, sus colores apagados, su punto de elegancia. De la mejor calidad, claro. Carísimos, se lo puedo confirmar, por si ustedes no lo sospechaban. Y las bicis…pues lo mismo. Aquí había menos clásicas (aunque alguna vi) pero sí muchas de primeras marcas. Montadas a todo tren. Vamos, que máquinas por encima de los 10.000 euros eran (relativamente) habituales por el circuito, la ciudad, los alrededores. Siempre con mucha clase.

Ah, y una última cosa. Las mujeres. Las chicas que andaban en bici. Innumerables, en número casi similar a ellos. Muy por encima del porcentaje que hay, por ejemplo, en España. No sé la razón, pero me encantaría conocerla…

El Mundial

Y atacó Mathieu van der Poel. Allí donde todos pensaban que iba a hacerlo, en la subida de la penúltima vuelta. Faltan casi 40 kilómetros para el final y el holandés hace su movimiento definitivo. La carrera se jugaba a lo que quería Mathieu, iba desarrollándose al ritmo que él iba disponiendo. Acelerón seco, sostenido. Sagan que mira para otro lado, van Avermaet que dice que ahora no, quizá luego, Kristoff está mirando la fascinante fauna avícola de Yorkshire. Gilbert lleva retirado mucho tiempo, por caída. Valverde aun no ha salido de la ducha en el hotel, “coño, a ver si dejo de tiritar”.

Así que van der Poel se marcha, y con él otros ciclistas. Finalmente se hace un grupito. Al nieto de Poulidor lo acompañan el suizo Küng, el danés Pedersen (ambos iban por delante cuando Mathieu lanzó su órdago), y dos italianos. Matteo Trentin y el volcánico Gianni Moscon. Pinta bien para los transalpinos, que pueden jugar la doble baza. Todos relevan, el hueco se establece pronto en torno al minuto. Quien ha visto este tipo de carreras sabe que ha asistido al golpe final. Ya solo cuentan ellos. El postrer ataque de Sagan le servirá, únicamente, para tener una fotografía chula al día siguiente y rumiar la sensación (la certeza) de que llevaba un cuarto Mundial escondido en los gemelos…

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La fan zone, ese espacio sagrado donde cualquier cosa puede ocurrir, donde aficionados de todos los países se reúnen para charlar, ver productos relacionados con la bici, comer, beber, escuchar música. Bueno, menos en Harrogate. Allí el principal objetivo era no perecer ahogado, porque la fan zone se situaba en lo que (supongo) es un parque la mayor parte del año. Pero en esa semana de septiembre había tornado, por arte de magia, en zona pantanosa. Vamos, que más de uno iba mirando para ver si había caimanes. Precaución, ante todo.

Un barrizal, ya les digo. Los locales iban preparados (se les podía distinguir por sus botas de pescar, casi hasta las rodillas) pero el resto… chocolate puro. Hay que joderse, década y pico sin fango en la París-Roubaix y voy a encontrarme aquellos ríos de légamo en mitad de Yorkshire. Ya ven, cosas. Al menos los niños se lo pasaron genial (vi un par de ellos que a día de hoy imagino sigan teniendo roña detrás de las orejas).

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El tema es que pasar de un stand a otro era complicado, y llegar hasta los de comida resultaba, directamente, una aventura. Tampoco era gran cosa, ¿eh?, fritanga y similares. Hasta había una cosa que los ingleses llamaban optimistamente churros, pero no parecían tener filiación alguna con los de aquí. Me imagino, ojo, yo no los probé, que estoy preparando la temporada 2020 y tengo que cuidar la línea.

Ah, había también música. Hasta conciertos. Tocaron los Foo Fighters. O un grupo homenaje a los Foo Fighters, no sé, a veces me confundo con estas cosas. Muy animado todo. Pero vamos, que la fiesta de verdad estaba en los bares y pubs, porque mezclar aquellas condiciones con cierta sensación de inequilibrio ebrio extrema no era, de ninguna forma, buena idea…

Suena la explosión en kilómetros a la redonda. No me mire así, seguro que a usted también le ha pasado. Vamos, no sea tímido. Sí, esa certeza de poder comerte el mundo, de estar rodando sin cadena y poco después… nada. Pero nada de nada. Depósito vacío. Avanzar por terreno llano como si estuviera subiendo el Mortirolo. Parar en el primer bar que encuentre a comerse chocolatinas como un crío chico mientras los parroquianos lo miran de reojo, sonriendo, los muy ladinos. Sí, sabemos de lo que hablo, ¿no?

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Solo que van der Poel no podía parar a por donuts. No, él estaba perdiendo el Mundial de ciclismo. Ese en el que se estaba corriendo a su ritmo, a sus deseos. Máximo favorito, casi invencible. Inatacable, al menos lo parecía. Quizá lo fue, porque solo Mathieu pudo con van der Poel. Quedan trece kilómetros para la meta y releva como una bestia, como un auténtico loco. Mantener viva la fuga, confiar en su arrancada imposible, en un ataque dentro del último repecho, en alambicar la bicicleta subiendo por Parliament Street. Lo tiene, es suyo.

No lo tiene, no es suyo. Faltan doce kilómetros y Mathieu van der Poel explota. Va clavado en tramo de falso llano, incapaz de seguir el ritmo de sus compañeros, luego el del pelotón. Ahora el casco se le cae hacia un lado, el chubasquero le queda más grande, hasta parece que lleva las rodillas más separadas del cuadro. Avanza reptando por esas carreteras que parecían perfectas para él. De tan lento apenas levanta gotitas con su rueda trasera.

Mathieu van der Poel conseguirá llegar a meta. Pierde casi un minuto por kilómetro en el tramo final. Pero tiene la necesidad, casi física, de cruzar esa última línea. Maldita. Inolvidable. Cuarto por la cola. Era su Mundial y lo acabó siendo. Para lo bueno y para lo malo. Cuando van der Poel parece clavado sobre el asfalto de Harrogate hay una especie de sorpresa ahogada en la sal de prensa. Como un suspiro sostenido en el tiempo. Tampoco mucho, ¿eh?, porque la cosa estaba más bien fría, pero sí se notó.

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Lo de fría es un decir. En Harrogate se logró un milagro difícilmente repetible: hacía fresco en la calle y te asabas dentro del pabellón donde estábamos los periodistas, consiguiendo un contraste graciosísimo que aun me hace toser por las mañanas. Ya saben. Igual ustedes no han estado nunca en una sala de prensa. Básicamente es un espacio donde docenas de tipos a los que les encanta el ciclismo ven la carrera con sus colegas mientras toman notas, preparan artículos o editan fotos. Cuando la cosa se acerca a meta se suele vaciar, porque la mayoría prefieren ver a los corredores solo unos segundos antes que seguirlo cómodamente por la tele. Uno aquí de esos…

Ah, también hay agua, té, café y cosas para picar. Yorkshire ha sido el primer lugar donde he visto que sobrase comida. Y no por falta de ganas (el periodismo es una profesión donde se pasa hambre, metafórica y de la otra) sino porque…bueno. Eh, los ingleses han hecho cosas, y roule the waves y tal, pero el tema de la cocina... Bueno, ustedes me entienden. Ah, otro detalle. En las salas de prensa siempre se aplaude al ganador. Siempre. Sea quien sea.

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Matteo Trentin es el favorito unánime. Es rápido, fuerte y lleva una temporada sensacional, una en la que parece haber dado el salto de c(u)alidad hasta colarse entre los mejores ciclistas del mundo para este tipo de pruebas. Pero todo se le empieza a complicar. Como cuando sales de casa por la mañana, optimista y feliz, y lo primero que haces es pisar un charco, discutir con tu vecina (esa que siempre deja la basura en la puerta) y perder el autobús. Cosas que pasan. Pero si te coinciden con la carrera más importante del año… bueno, pues te joden para toda la vida.

De primeras se le queda Moscon, así que Italia ya no tiene doble baza, que es algo que luce mucho en este tipo de cosas, salvo que el Mundial se celebre en Florencia y… bueno, va, que no sigo por ahí…

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Luego, en la subida, aguanta perfectamente a Küng, que se ha disfrazado de tractor con turbo y avanza comiéndose todas las hojas que el otoño le está lanzando a la cara. En un momento dado el trío se va a quedar en dueto. Mads Pedersen, jovencito danés con cara rechoncha y pinta de pedrusquero en marzo, se queda un metro, dos… pero finalmente no termina por descolgarse. Hombre, Trentin sigue siendo favorito al sprint, pero el otro es rápido, y siempre es mejor competir contra uno que frente a dos, por lo que pudiera pasar.

Y por último a Matteo le empiezan a pesar las piernas. No, más bien comienza a bloquearse. Calambres. Se echa disimuladamente agua en los muslos, así, silbando, fiuuuu, fiuuuu, como si no fuera con él. ¿Esto? Nada, hombre, para limpiarme un poco el barro, que mira las marcas tan feas que me está dejando. Y sigue tarareando. Lalala. Pero no cuela. Todos lo han visto. En el sprint se quedará prácticamente clavado, incapaz de seguir la rueda del otro… el otro.

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Quizá fuese un acto de justicia poética que ese muchacho de paliducha rubicundez conquistase el Mundial en Inglaterra. Por la similitud en el porte, digo. Ah, en el pódium Küng parecía bastante contento, Pedersen no se lo creía y Trentin estaba deseando irse a un gimnasio donde hubiera saco de boxeo.

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El después también es muy divertido, no se vayan a creer. De primeras por los propios ciclistas, que se dejan ver mientras acuden a los autobuses de sus equipos (o de otros… Nairo Quintana, por ejemplo, se subió en el de UAE). Allí, esa zona que suele ser inaccesible en otras carreras, puedes ver de todo. Bicicletas que cuestan más de lo que ganas anualmente. Prendas elaboradas con los mejores tejidos, con los más modernos, los diseños más cool (pero al final te acabas mojando igual, ¿eh?). Caras conocidas. Y el espectáculo, claro.

Si hablamos de espectáculo en este deporte ese se llama Peter Sagan. Es fácil encontrarle, solo hay que seguir el reguero de banderas eslovacas. O los gritos de los fans, da igual. Alrededor de Peter siempre hay música rock a volumen muy alto, sonrisas y cánticos. Él estaba allí, en la puerta de su autobús, repartiendo guiños, lanzando cucamonas, posando para selfies, bebiendo cerveza directamente de una botella, regalando camisetas de “Sagan fans”. La gente enloquece, porque el carisma es algo que se tiene o no se tiene, y Peter derrocha. En un momento dado asoma el hermano pequeño, Juraj. Muy majo, y con unos mofletes aun más grandes que los de Pedersen. Medio saludo y para adentro. El rey es el otro. No parecía demasiado afectado, la verdad.

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Los demás…pues cada uno a su manera. Por lo general amables con la gente, pero siempre con cara de prisa, “mire, caballero, que estoy muerto de frío, usted no lo nota porque pesa cincuenta kilos más que yo”. Esas cosas. Los rostros expresaban toda la dureza del día. Calcetines empapados, con líneas de barro aquí y allá. Parecían pajarillos abandonados…

Y ellos, que no se cansan. Ellos, los aficionados. Los que llevan banderas de Noruega, de Bélgica, de Italia, de Holanda. Y los daneses, que van en plan celebración, como si no tuvieran todos lo mismo que celebrar, como si allí no hubiese ganado por igual cada persona presente.

Y eso, que hubo música, y jarras, y gritos en idiomas incomprensibles. Y bares llenos, y gente mojándose en la calle, y abrazos de los de ebriedad. Pero esa es, claro, otra historia…

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